El odio como motor
En México estamos frente a una revolución de creencias que están escritas con fuego y sangre en las piedras del resentimiento nacional.
Desde el principio, desde que se hizo la Luz y la Palabra, el amor y el odio han sido los elementos que más han condicionado las relaciones interpersonales en la historia de la humanidad. Muchas veces, cuando uno pregunta en qué consiste el resultado final de la maravillosa historia del flautista de Hamelin, descubre que todas las especies, en todos los momentos, han necesitado de alguien que les toque la melodía sagrada. Una melodía que sirva como guía y que les muestre el camino a seguir, aunque éste sea hacia el despeñadero.
Hoy, la política en México es una política basada en tres principios, los cuales no admiten discusión. El primero es dar por bueno todo lo que salga de la garganta, del cerebro – y supongo que del corazón– del dirigente máximo del país. El segundo consiste en no buscar la eficacia de las acciones que se emprendan en beneficio del pueblo. Y, por último, el tercer principio está basado sobre la primicia de que el odio, el resentimiento y el pensamiento que sustenta la destrucción de cualquier institución o cosa es válido sólo por el hecho de ser un objetivo o un deseo de quien lidera la nación. Costó miles de años crear una historia civilizada. Lograr que las relaciones y los sentimientos personales no fueran los únicos elementos que rigieran el actuar y la política de los países es algo que costó mucho tiempo y esfuerzo. Conseguir que las sociedades estén regidas, reguladas y fundamentadas por leyes, constituciones y ordenamientos requirió periodos de confrontación e, incluso, se tuvo que derramar sangre para lograrlo. Y todo para que, al final, llegáramos a un punto similar que el de partida, sin un rumbo fijo ni delineamientos claros de contención.
Ahora mismo, no es necesario darle muchas vueltas a la situación. Quien padece de cáncer sólo es consciente de ello cuando la enfermedad ya se ha hecho presente y –en el caso de una detección temprana– ha demostrado sus primeros síntomas. Sin embargo, hay casos en los que las células del cuerpo han causado tantos estragos y un crecimiento tan desordenado que, cuando se detecta la enfermedad, ya es demasiado tarde. Se trata de un fenómeno que rara vez resulta comprensible para quien lo padece, y menos si quien es víctima se cree invencible o –políticamente hablando– si quien tiene la enfermedad es quien está en el poder.
Conviene no equivocarse y llevar cuidado frente a los verdaderos baremes de la situación. Por una parte, tenemos el desgaste lógico del ejercicio del poder. A pesar de que este poder sea ejercido de acuerdo con unos principios y bajo las reglas previamente establecidas, esto no garantiza el éxito de su manejo. Por otra parte, tenemos la realidad, que cada vez se hace más visible y latente en la vida de nuestro país. En México, estamos frente a una revolución de creencias. Creencias que están escritas con fuego y sangre en las piedras del resentimiento nacional. Por eso resulta tan difícil de comprender, en términos racionales, qué es lo que verdaderamente está sucediendo. Y es que si ninguna obra del actual sexenio –salvo la mañanera– cumple la función para la cual fue hecha, ¿para qué o con qué objetivo fueron ideadas inicialmente? La respuesta es sencilla, estas obras fueron ideadas porque hoy el régimen empieza y acaba en una persona. Además, la Constitución, las prioridades y los objetivos nacionales, todos son parte de lo mismo. Es decir, estamos frente a un régimen que no precisa ni necesita de demostraciones prácticas de utilidad. A esta administración le basta con usar el combustible del odio para tener claramente establecido qué es lo que le mueve y le da mayor contundencia y continuidad. Este régimen no ha sido capaz de esclarecer sus intenciones ni ha podido sustentar sus promesas. Sin embargo, lo que este régimen sí ha sabido prometer es que sus ciudadanos podrán seguir odiando hasta la destrucción final y hacerlo sin ningún tipo de límite. Promete que el combustible que más está dispuesto a refinar es el que proviene del odio social.
Hoy podemos ser testigos de un cambio que va fraguándose y en el que los propios gobernantes y líderes ya son parte del proceso de valoración sobre la situación en la que estamos. El libro El rey del cash no dice nada que no supiéramos con antelación. El hecho de que no fuéramos testigos, que no tuviéramos una vivencia doméstica, profesional o que las pruebas no fueran evidentes, no significa que no hayan estado ahí. Quien se quiso enterar hasta este momento de los elementos contenidos en este libro es porque así lo deseó. Los hechos estaban ahí desde hace mucho tiempo, la cosa es que antes las preguntas sobre los orígenes, sobre la forma de vivir o de organizarse del presidente López Obrador siempre llevaban al edificio del Ayuntamiento y nunca salían del Zócalo.
Mostrarnos horrorizados, sorprendidos o pedir pruebas frente a lo que ya era evidente, es absurdo. Primero, porque todo el sistema está hecho y funciona para que no exista prueba sustancial ni tangible ante lo expuesto. Pero, segundo, porque –no hay que engañarse– en parte la llegada del actual Presidente mexicano era la reacción frente al pasado. Un pasado liderado y gobernado por una cleptocracia basada en la corrupción y la impunidad. Es más, se puede decir –en una especie de justificación– de quienes seguían o votaron por el presidente López Obrador que, el contexto en el que llegamos al año 2018, no daba mucho margen de juego ni opciones lo suficientemente promisorias. El problema no es ese. El problema no es lo que ya se hizo en el pasado ni las circunstancias bajo las que la vida, en ocasiones, nos obliga a actuar. El problema radica en la negación a la que los mexicanos hemos tenido que recurrir, y la misma negación que ha tenido que emplear nuestro dirigente bajo la engañosa justificación de que su fin sí era bueno y el de los demás no.
En realidad, el libro de El rey del cash tampoco es el problema. Es curioso, ya que con este texto pasa lo mismo que sucede con las encuestas. En teoría, las encuestas deberían partir sobre un abanico de opciones y posibilidades. Sin embargo, y vista la situación en la que nos encontramos, ahora mismo no hay opciones ni alternativas sobre las cuáles elegir. Por lo tanto, ¿para qué demostrar lo que se piensa acerca del régimen si no hay una instancia que canalice y dé seguimiento a esta demostración?
A partir de aquí, el presidente López Obrador debería de andar con cuidado. Básicamente porque –como se demostró en las filtraciones sobre los informes y contenidos militares– su integridad, tanto política como física, está en riesgo. Pero debe tener cuidado, sobre todo, porque después de haber hecho una carrera tan brillante –políticamente hablando–, como la que ha hecho, debe saber que la reacción del pueblo solamente es perceptible cuando ya es muy tarde para actuar y revertirla. Y este momento, con todo lo que ha pasado, con la prueba de que miente, con el caldo de cultivo que significa poderse creer el contenido que anida en El rey del cash, obliga a que el Presidente deba tener mucho cuidado con lo que hace. Con lo que hace, pero, sobre todo, cómo lo hace, ya que el líder nacional no puede olvidar que lo único que diferencia a este régimen de un partido-Estado hecho para gobernar en condiciones de desigualdad frente a su competencia política, es su existencia. No porque el Presidente garantice una igualdad en el juego, sino porque resulta imposible volver a encontrar una labor de liderazgo más irracional que la que ha desarrollado la figura del Presidente más votado en la historia del país.
Hay que prepararse para grandes convulsiones. Sobre todo, porque en política siempre hay que saber y aprender de las lecciones del pasado. Y es que, en nuestro país, las lecciones del pasado demuestran que un partido político como Morena sólo es capaz de acabar y destruirse desde dentro, desde sus entrañas. En ese sentido, los dos últimos años, la elección del Presidente y el resultado de haber liquidado prácticamente todas las reservas del país, nos obligan a vivir una época de gran turbulencia. Una época en la que, seguramente, las organizaciones que busquen luchar para sustituir a la que actualmente gobierna nuestro país tendrán que organizarse. Y lo tendrán que hacer bajo un contexto y un panorama de grandes conflictos y en el cual el odio es el verdadero motor que mueve a quienes los elegirán o no.