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El precio de la verdad

Los pueblos sabios nunca dejaron de hacer justicia, aunque sí supieron y encontraron la manera de hacer justicia sin producir derramamiento de sangre.

Septiembre: sin palabras. Confieso que, desde hace muchos años, mi septiembre ha tenido un valor muy importante, entre otras cosas, porque, a pesar de no ser los idus de marzo –que cambiaron la historia del mundo con el asesinato de Julio César–, en el mundo moderno sí ha supuesto una época llena de fechas y sucesos que han sido trascendentales y características del siglo 19 y 20. Este es un septiembre negro para el mundo. Por ejemplo, si uno viviera en Inglaterra y tuviera que pagar el recibo de la luz –que siempre hay que pagarlo– no podría hacerlo. Si estuviera en Alemania, estaría absolutamente aterrado porque su frío o su calor, su bienestar o su comodidad, no dependen de sus habitantes, depende del juego en el que, al final, se sometan los intereses geoestratégicos de Rusia y del resto del mundo.

En cuanto a México, los mexicanos ubicados en América del Norte estamos también en un septiembre no sólo colorido y de reafirmación del espíritu nacional, sino en un mes que –en línea con todo lo que ha sucedido desde el primero de julio de 2018– tiene visos de ser un septiembre de cambio. Aunque resulte muy difícil, será necesario analizar sobre el terreno y hacer un cálculo sobre si ese cambio será para bien o para mal y qué tanto afectará la situación en la que actualmente nos encontramos.

Hay momentos en los que las palabras sobran. Éste es uno de ellos. No tengo ninguna duda sobre que el Presidente tiene buenas intenciones para el país. Otra cosa es preguntarle en qué país vive y qué país es el que cree que gobierna. Hemos llegado a un punto en el que, constitucionalmente, está recogida la instalación del Estado que sirve y que paga a los que menos tienen –al menos teóricamente– a cambio de nada. Tenemos además, como consecuencia de todo eso, que estamos experimentando y siendo testigos del desmantelamiento de los niveles productivos de la nación. Aunado a ello, la búsqueda de la verdad nos hace olvidar que los pueblos sabios nunca dejaron de hacer justicia, aunque sí supieron y encontraron la manera de hacer justicia sin producir otro derramamiento de sangre.

Nelson Mandela siempre supo –y así lo decía– que la única manera de hacer que el apartheid no volviera y que la revolución que significó sacarlo de la cárcel para instalarlo en el palacio presidencial era, por una parte, asumir, cobrar y pagar los réditos de las políticas que hicieron que el Estado sudafricano y su apartheid fuera una de las últimas grandes lagunas de vergüenza universal. No podía no haber justicia. Aunque era muy importante saber cómo se hacía la justicia ya que, de lo contrario, su vuelta hubiera provocado –sobre todo en los barrios residenciales de Ciudad del Cabo, de Pretoria o de cualquiera de las ciudades que eran sustentadas por el aparato productivo y blanco del país– una matanza. Asimismo, esto también hubiera significado el fracaso tanto del régimen como de la revolución misma.

¿Cómo le hizo Nelson Mandela para asegurar el cumplimiento de la justicia? Entre otras cosas, lo logró creando la Comisión para la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica y poniendo al frente al arzobispo Desmond Tutu. En aquella época hubo una gran condena moral hacia el régimen y hacia quienes defendían y sostuvieron el apartheid, y pocas, muy pocas condenas fácticas que evitaran el echar gasolina sobre el incendio que significó el sufrimiento por parte de la gente de Soweto o de quienes veían privadas sus libertades por el simple hecho de tener un color distinto de piel.

Necesitamos justicia. Una justicia que vaya mucho más allá de los 43. Ayotzinapa es algo que está lleno de significado y formulismo. No podemos dejar a un lado el hecho de estar viviendo en un país donde es posible aniquilar de manera expedita a 43 jóvenes y no investigar sobre lo sucedido. Hasta ahí, todos estamos de acuerdo. Uno de los muchos problemas es que hay muchas discrepancias e inconsistencias sobre el manejo del caso. Ojalá nuestro sistema de justicia fuera tan eficiente como para que la creación de organismos como la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del Caso Ayotzinapa no estuviera motivado por intereses políticos, tal y como aseveró el subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas. Ojalá nuestro sistema permitiera no sólo saber la verdad, sino también sanar las heridas del pasado.

El problema de la violencia, de la corrupción, de la impunidad, de la vergüenza, del miedo y del terror es un problema que va mucho más allá. La administración actual tiene más de 31 mil personas desaparecidas –cifra que se incrementó en un 30 por ciento desde 2018–, más de 122 mil homicidios dolosos y unas cifras de violencia que resultarían insoportables para cualquier Estado. Se contaba con el hecho de haber convenido que, bajo ciertas circunstancias, era válido matar y que quienes tenían la misión de defender el Estado no podían ensuciar, traicionar ni secuestrar. En el pasado se había dado la consigna de que se tenía que actuar en el momento sin pensar en las consecuencias que esto pudiera traer consigo. Esa es una situación moralmente intolerable, pero no se puede circunscribir o pretender hacer justicia de manera simbólica sobre los responsables de las víctimas del caso Ayotzinapa.

Sobre todas las cosas, en este momento hay que ponerse en la cabeza y en el corazón del presidente Andrés Manuel López Obrador y tratar de saber qué es lo que hará. ¿De verdad se hará justicia en el caso de Ayotzinapa? ¿Quién y cómo ejecutará las órdenes de aprehensión contra los miembros de las Fuerzas Armadas señalados como resultado de la investigación e informe efectuado por la comisión establecida? También es necesario definir hasta dónde llegará la búsqueda no sólo de la verdad, sino también de la exigencia de la responsabilidad. ¿Qué quiere decir, con la debida obediencia y con la estructura que tienen todos los Estados democráticos de lealtad y seguimiento al comandante en jefe, que lo que en un momento se permitió ahora ya no se permite?

Para situaciones como las que vivimos es útil contar con la consciencia y con criterios que nos ayuden a discernir entre lo que está bien y lo que está mal. Sin embargo, en el caso de los 43 desaparecidos, es necesario saber que esa línea borrosa y confusa entre lo correcto y lo incorrecto tiene mucho que ver con los miles de desaparecidos y de asesinados, sabiendo que no son sólo los elementos marginales del narcotráfico quienes están muriéndose, sino también cualquier mexicano de a pie que haya tenido la mala fortuna de estar en el lugar y situación equivocada.

Hoy juzgamos Ayotzinapa. Es importante que se haga. ¿Con qué seguiremos? ¿Cuál será la responsabilidad de quien decreta “abrazos y no balazos” a cambio de que todos podamos morir y sin saber muy bien la razón? Porque, salvo que en algún momento las condiciones de vida de los pobres a cambio de nada impidan que nos puedan asesinar de manera impune, la situación es muy preocupante.

Sobran las palabras. La realidad es tan densa y el otoño es tan gris que lo que no podemos hacer es equivocarnos con los titulares. Es necesario acompañar en el corazón y en la voluntad a quien tiene el poder máximo y supremo. Pero también hay que saber que quienes lo acompañan tienen la obligación –como ya sucedió con el expresidente Vicente Fox cuando el general Clemente Vega se negó a acompañarlo en el caso de desafuero en contra del entonces jefe de la Ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador– de saber hasta dónde llegar. Hoy, lo que más necesita México es un modelo que asegure el cumplimiento de la verdad. Pero, sobre todo, líderes que estén dispuestos a conseguirla a pesar de lo que ello pudiera costar. “La verdad los hará libres”… ¿Será?

 

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